30 agosto 2008

Las tres piedras

"Sueño.
Esos pedacitos de muerte
como los odio”
Edgar Allan Poe

Las siluetas de dos individuos se recortaban contra el cielo rojo del crepúsculo. El que caminaba alrededor del viejo sauce, apoyado en su bastón de madera, era un alquimista de avanzada edad y solitario. El otro, un joven aprendiz de alquimia, canturreaba una canción subido a una roca de granito mientras observaba como se escondía el sol.

Cuando al fin llegó la noche y la oscuridad hubo cubierto todo el valle, el anciano hizo una seña al chico. Éste pegó un salto, aterrizó en la tierra con sutileza y corrió hacia el sauce. El alquimista se encorvó hasta que sus ojos se alienaron con los del muchacho. Entonces el joven pudo ver el aspecto cadavérico del anciano; ya de por si era pálido, pero a la luz de la luna se veía realmente asqueroso. Cualquiera habría huido despavorido, pero aquel joven sentía una admiración y un respeto desmesurados por su maestro.

― ¿Estás seguro de querer hacerlo?

El chico asintió.

― De acuerdo. Entonces ten esto ―el anciano le entregó una bolsita de cuero vacía. Tras un breve silencio añadió―: y recuerda: no debes tocar la piedra negra.

La prueba que el discípulo iba a llevar a cabo aquella noche, no tenía nada que ver con todo lo que había hecho hasta ahora. Se iban a poner a prueba su astucia, su inteligencia y sobretodo su pureza espiritual: tres caracteres que todo alquimista debía tener.

Partiría hacia el oeste esa noche. Caminaría más allá de las montañas donde se esconde el sol. Allí encontraría un camino, y cuando se bifurcase cogería el de la derecha. Llegaría a un descampado plagado de lápidas de mármol, y desde allí vería la catedral de Saint Raimi. Un hombre le pediría un espejo antes de entrar en la catedral. Una vez dentro subiría por la escalinata de caracol de la izquierda hasta llegar a una puerta. Entraría en una sala y en medio de ésta vería un altar con tres piedras: una dorada, una plateada y otra negra. Cogería las piedras dorada y plateada, para llevárselas al alquimista. La negra no debería tocarla. Si no surgía ningún problema volvería antes del amanecer.

Para el muchacho, el viaje comenzó con una incógnita: ¿para qué le había dado su maestro esa bolsita? Sería una estupidez abrirla cuando sabía de sobra que estaba vacía. Aun así el chico la abrió, y como había previsto, dentro no había nada.

A lo largo del trayecto pasó por varios pueblos deshabitados; pensó en visitarlos y entrar en alguna casa, pero recordó que no debía desviar su ruta.

Tenía como único acompañamiento el viento y el sonido monótono y constante de los grillos. Cuando el viento se ausentaba y los grillos callaban, el ruido de sus pisadas se hacía más audible y tenía la sensación de que alguien desde un remoto lugar le observaba impasible, vigilando cada paso que daba.

Es entonces cuando el joven empezaba a rezar porque volvieran la brisa y el canto de los grillos.

Pasaron unas horas hasta que llegó al camino. Dio treinta y nueve pasos, y en aquel momento vio como el camino se dividía en dos direcciones diferentes. Recordando las palabras de su maestro, tomó la vereda de la derecha y siguió su ruta.

Se detuvo frente a una enorme valla negra. Había llegado al cementerio. Los barrotes oxidados terminaban en puntas afiladas. Un cartel colgado de unas cadenas, golpeaba en la verja agitado por el viento; estaba escrito en letras mayúsculas muy estilizadas. Se leía:

“Aquí descansan vuestros antepasados. Respetadlos”.

Aquel mensaje más que una advertencia parecía una amenaza. El chico divisó la catedral justo detrás del cementerio. Trepó por un árbol hasta una rama y se dispuso a saltar por encima de la valla.

Pensó que si daba un paso el falso, caería al vacío y su cuerpo quedaría clavado en aquella hilera de lanzas. Siguió avanzando por la rama hasta que ésta cedió por el peso y el chico cayó bruscamente al suelo. Un chasquido. Sus ropas se habían clavado en los afilados barrotes y el joven quedó colgado de su camisa que le estaba empezando a ahogar. Se desprendió de esa prenda y finalmente su cuerpo golpeó una lápida, que se rompió en mil pedazos. El chico olvidó el dolor y salió corriendo por miedo a que el muerto asomara su huesuda mano a la superficie y le agarrara del tobillo para llevársele bajo tierra. Una espesa sábana de niebla que se desplazaba lentamente por el suelo en dirección contraria al viento, hizo que el chico tropezara con varias lápidas antes de salir de aquel terrible lugar. Corrió hasta las puertas de la catedral. Golpeó las puertas tres veces con los dos puños cerrados. Cuando miró atrás, observó como empezaba a revolverse la tierra alrededor de cada tumba.

Los muertos se están levantando ―pensó.

Cerró los ojos, y al abrirlos vio la calma que reinaba en el cementerio: solo había sido una alucinación.

Cuando volvió la mirada hacia la puerta, vio a un hombre vestido de raso rojo y un sombrero negro de tres picos que le miraba con ojos impasibles. El joven pegó un grito, y pronto recordó lo que le dijo su maestro: al hombre de la catedral debía darle un espejo. Él no tenía ninguno; fue entonces cuando se le ocurrió la locura de sacar la bolsita vacía y ver si milagrosamente sacaba un espejito de ella. La volcó, y para su sorpresa un trozo de espejo cayó hasta su mano centelleando. Se lo dio al hombre y éste se retiró dejándole pasar.

Fue hacia la escalinata de caracol de la izquierda sin ni siquiera mirar a su alrededor. Subió los escalones de dos en dos hasta chocarse contra una puertecilla de madera. Intentó abrirla pero estaba cerrada. Pensó que si volcaba de nuevo la bolsita, de ella saldría una llave para abrir la puerta. Y así ocurrió. La llave salió mágicamente de la bolsa, abrió el candado y al fin entró en la sala.

Se acercó al altar y guardó las piedras dorada y plateada en un bolsillo del pantalón. Volvió hacia la puerta, y cuando iba a dejar la habitación, sintió como una mano invisible tiraba de su hombro y le daba la vuelta. Sus ojos se fijaron en la piedra negra que destacaba como un diamante entre un montón de estiércol. Desplazó su mano hasta que sus dedos cubrieron la piedra negra por completo. Se sintió poderoso y rió fuerte. La carcajada fue tan exagerada que tuvo que cerrar los ojos. Cuando volvió a abrirlos, se encontraba todavía frente a la puerta y la piedra negra seguía en su sitio. El chico resopló aliviado.

Solo ha sido una alucinación, como la del cementerio ―pensó―. Solo eso y nada más.

Bajó la escalinata y vio que el hombre ya no estaba allí. No lo dio importancia.

Entró en un comedor donde había dos mesas enormes con platos llenos de pescado, carne, frutas exóticas y bebidas. Iban de un lado al otro del salón. Se sentó en un banco, pensó que no le vendría mal comer un poco.

No se dio cuenta de lo irresponsable que era comer en aquel lugar desconocido, pero el hambre es el hambre. Cogió una copa y la llenó de agua. Dirigió su boca hacia la copa, pero cuando el agua tocó sus labios, ésta se convirtió en arena. El joven se extrañó. Vació la copa de arena y la volvió a llenar de agua. Ocurrió lo mismo. Se empezó a preocupar. Con su mano fue a coger un jamón, pero al tocarlo también se convirtió en arena. Pescados, carnes, frutas, trozos de pan, agua, vino; todo lo que tocaba se convertía en arena.

El chico desesperado volcó las dos mesas y pronto se vio en un mar de arena. Salió a trompicones del comedor y corrió hacia la puerta. Estaba cerrada. Miró a su alrededor: las ventanas habían desaparecido y en su lugar había retratos de gente de diferentes épocas. Le observaban desde los marcos de madera con una sonrisa cadavérica en sus labios descarnados. El muchacho empezó a chillar enloquecido y corrió en todas direcciones, chocándose contra las paredes de la entrada. Después de varios golpes en la cabeza cayó desmayado.


Pasó una semana y el chico aun seguía encerrado en aquella catedral sin poder comer nada. Sufría de insomnio, y su aspecto era horrible. Ya ni siquiera recordaba cual era su cometido ni quien era.

Entonces recordó la sala donde comenzó todo. La piedra negra. Y decidió subir.

Allí vio que todo estaba como hace siete días, la piedra negra en el altar parecía comunicarse con él.

Tiene que ser mía.

Se abalanzó corriendo y volcó el altar, la piedra voló hasta su mano. Pero cuando cerraba los ojos y volvía a abrirlos, la piedra estaba otra vez en su sitio.

Lo intentó hasta seis veces, pero solo conseguía hacerse daño. La séptima vez que lo intentó, la aferró fuerte con su mano, y la lanzo contra la pared.

De pronto se oyeron susurros acompañados de una leve brisa helada. Una viejecilla rechoncha y bajita atravesó la pared y entró en la sala agitando los brazos y profiriendo aullidos que se oían lejanos. Luego apareció un hombre altísimo con una gabardina negra y un rostro lleno de magulladuras. La sala se fue llenando de seres horripilantes, espíritus malvados que agitaban sus manos como garras reclamando venganza.

― ¡Pobre chiquillo! El alquimista le ha engañado como a todos nosotros ―chilló la vieja burlándose con una risotada.

― ¡En guardia muchacho! ―exclamó uno de los espectros apuntándole con su espada.

―Aún me acuerdo de cómo me engañó a mi ―dijo un señor gordo―. Me prometió que si le traía las piedras dorada y plateada me daría riquezas. Solo que no tocara la negra. Pero sucumbí. ¡Sucumbí!

―Nuestros cuerpos descansan en el cementerio, tu puedes descansar y acabar con tu sufrimiento ―sugirió otro de los seres señalando una ventana abierta que antes no estaba.

El chico ando despacio hasta la ventana y vio la altura a la que estaba. Se veían las rocas del acantilado y la arena de la playa. El mar estaba negro y en él se reflejaba la luna.

De repente todos aquellos seres repugnantes y malolientes se abalanzaron sobre él, le atravesaron y cayeron al vacío. Se desvanecieron nada más tocar el suelo.

Una fuerza empujó las piernas del muchacho y resbaló precipitándose por el acantilado. El cuerpo del joven chocó con fuerza contra el suelo. Su rostro tenía una mueca de horror y sus ojos estaban en blanco. Un hilillo de sangre recorría su boca.

En aquel instante una barca llega a la playa, y de ella baja un hombre. Es el alquimista que se lleva el cuerpo del chico al cementerio. Un hombre más que ha sucumbido a la tentación del misterio.

29 agosto 2008

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