Cuando los problemas nos superan y se hacen tan grandes como la montaña más alta sobre la Tierra, nos sentimos terriblemente pequeños.
Tan pequeños que creemos estar solos y vemos todo un cielo cubierto de millones de estrellas y constelaciones que se precipita sobre nosotros irrefrenablemente.
Entonces, sentimos miedo, y ese miedo nos hace sentir que somos humanos.
Germiné en una isla llena de vida donde los pájaros hacían música las risas sonaban no había llantos.
Era una tierra de luz donde las flores soltaban un aroma que llegaba a cada rincón, como un soplo de la naturaleza.
El aciago destino quiso un día que la tormenta más terrible jamás vista me arrancara de cuajo de la tierra a la que inútilmente me aferraba.
Lo siguiente que recuerdo fue despertar en una tierra que no era la mía. Allí los pájaros no cantaban las risas no sonaban ni siquiera las flores tenían aroma.
En aquella tierra de silencio yo me deje morir. Pero no olvidé de allí de donde venía.
Podría ser que de nuevo un vendaval me llevase hasta aquel paraíso de vida que me vio nacer.
¿Pero que hace un tronco carcomido frío mojado y muerto en una tierra llena de vida?
Prefiero viajar a la deriva y tener como cuna para siempre el abismo infinito de un mar inmenso.
A menudo en la vida te encuentras con impedimentos que no te permiten conseguir tus objetivos más personales.
La mayoria de las veces esos impedimentos vienen dados por uno mismo, como un muro interior que te frena y no te deja tener lo que realmente quieres.
Para conseguir eso que tanto deseas, hace falta romper el muro, y para ello se necesita valor, mucho valor. Es tan complicado que casi siempre acabas perdiéndolo y seguramente olvidándote de ello.
Pero a veces ocurre que hay otras maneras de lograr las cosas. A sobrevolar el muro me refiero.
Montar en un gran albatros blanco de grandes alas, e ir más alla del otro lado del muro. Cruzar el horizonte y descubrir un mundo nuevo por conocer. Allí donde ni siquiera los ojos de la imaginación alcanzar a ver.
Toda tu vida no es más que una máscara una máscara de frágil cerámica tras la que escondes tus más oscuros pensamientos tu verdadera realidad interior tu oscuro pasajero.
Una máscara que se asemeja a una nube de incomprensión en la que uno cree encontrárse a gusto.
¿Pero qué ocurre cuando se disipa la nube? ¿Qué sucede cuando se rompe la máscara?.
Estás a punto de conocer la curiosa historia de Henry Donovan, un reconocido doctor londinense que lleva toda la vida salvando vidas, y viendo el agonizante final de otras. Henry estaba a punto de retirarse del oficio, cansado por la monótona rutina de cada día. Pero en aquella gélida noche de invierno, nada volvería a ser igual para el viejo doctor…
22 de diciembre de 1938 por la noche. East End. Londres.
El doctor Henry Donovan acostumbraba a caminar por las calles de Whitechapel durante la medianoche. Sus pacientes siempre le habían aconsejado no merodear por aquellos lugares a altas horas de la noche, pero nunca les escuchó. No necesitaba que nadie le advirtiese de los peligros. Era demasiado viejo, o demasiado insensato. Además, de sobra sabía que los índices de criminalidad en Londres eran los más elevados de toda Europa; precisamente por eso estaba allí, esperando que algo ocurriera. El día de hoy siempre le había parecido una copia del anterior, e intentaba con toda su alma acabar con esa terrible rutina.
Después de estar una hora caminando sin que sucediera nada fuera de lo común, sintió que el frío había dejado sus articulaciones entumecidas y sus músculos helados, así que asumió su fracaso y decidió regresar a casa.
Mientras abría la puerta principal, vio en un pequeño charco el reflejo distorsionado de su rostro. Fue entonces cuando recordó aquel fatídico día, y el tremendo error que había cometido.
¿Por qué? Se preguntaba ¿por qué lo hice?
Durante semanas no había dejado de pensar en ello, se estaba volviendo loco. Hacía ya tres meses desde la última vez que la vio, pero lo que él jamás hubiera imaginado es que estaba a punto de llamar a su puerta. Giró la gran llave de hierro dos veces hacia la derecha, y en el mismo instante en el que traspasó el umbral dejó de pensar en ella.
Avanzó a tientas por aquella lúgubre estancia y se detuvo frente a una gran vidriera. La vaporosa luz de la luna se filtraba por los huecos de la persiana y se condensaba sobre la superficie cristalizada, iluminándola levemente. El doctor se acercó a un estante de madera que sostenía tres candelabros de plata y sacó un mechero del bolsillo de su chaleco.
Al encenderlo la llama había iluminado tres cabezas reducidas que estaban tras el cristal. Prendió la mecha de las cuatro velas que sostenía cada uno de los tres candelabros y dejó allí uno para alumbrar la parte izquierda de la habitación. Puso otro en el centro sobre una pequeña mesa. Y el tercero lo colocó en un hueco de la pared sobre una piedra que sobresalía a modo de estante.
Ahora la estancia parecía más acogedora. Los distintos focos de luz se mezclaban en uno solo que iluminaba la habitación de manera uniforme. Henry empezó a examinar detenidamente una estantería llena de libros, múltiples utensilios de medicina y algún que otro adorno inservible. Sus ojos se pararon a observar los elaborados dibujos que ornamentaban un jarrón chino colocado en el anaquel superior. Desconocía cuando había adquirido aquella vieja reliquia, pero le agradaba el aire exótico y particular que daba a la habitación.
Por primera vez se fijó en los dibujos de la vasija y descubrió que había una historieta grabada en ella. El primer grabado tenía pintado un extenso campo de rosales rojos, blancos y amarillos sobre una gran colina. En la segunda imagen aparecía sobre la misma rosaleda, una enorme sombra que oscureció todo el terreno, y surcando el cielo una criatura estrafalaria parecida a un dragón, con cuernos de ciervo, garras de halcón, cabeza de caballo, cuello de serpiente y bigotes largos como los gatos.
El tallo enmarañado y espinoso de un endrino negro rodeaba las dos imágenes, esbozando la entrelazada forma de un marco naturalista. Una tercera imagen estaba unida a las otras por un entramado de ramas, pero el doctor no alcanzaba a verlo. Se puso de puntillas e intentó alcanzar el jarrón con el propósito de descubrir qué ocultaba la última escena.
Rodeó el jarrón con sus manos y lo colocó entre sus brazos. Lo giró hasta encontrar la imagen que le faltaba por ver. En el tercer grabado la criatura había desaparecido, y detrás de ella había dejado un velo de destrucción que cambió el color de los pétalos al negro de las tinieblas. Y ahí acababa la breve historia.
El doctor se quedó indiferente. Al devolver el jarrón al estante de arriba, Henry se tambaleó y empujó la hilera de libros que tenía a su derecha. Al final del estante se escuchó el ruido seco que produce un libro al chocar contra el suelo. Caminó hasta donde acababa la estantería y se quedó asombrado al ver que el libro había quedado abierto, como si alguien lo hubiera colocado así a conciencia.
Henry se agachó y agarró el libro con las dos manos. Estaba abierto por la página ciento veintiocho, e impreso sobre el papel amarillento con letra estilizada y a tinta negra estaba escrito un breve relato perteneciente al libro de cuentos de su hermano Stephen. Henry comenzóa leer:
Hubo una vez un pequeño pájaro que vivía cerca de la ribera en lo alto de un campanario. Aquel pájaro no era igual que los demás. No solo era diferente, sino que era único. Había nacido con una peculiar característica que le hacía ser el más admirado de todos: tenía las plumas hechas de cristal.
Cada mañana los demás pájaros de ordinario plumaje se asomaban por el tragaluz de la torre para contemplar sus brillantes plumas durante más de la mitad del día. El centelleo blanquecino de éstas parecía embobar a los curiosos observadores. No paraba de recibir elogios y siempre le habían preguntado como había conseguido semejante plumaje, pero éste nunca supo que contestar. El pájaro de las plumas de cristal no comprendía el porqué de su naturaleza, simplemente había nacido así.
Pese a que era el pájaro más bello del mundo, no era realmente feliz.
Al comienzo de cada invierno todos los pájaros de la comarca emigraban hacia el sur. En ese momento el pájaro de las plumas de cristal se quedaba solo, y era entonces cuando deseaba más que nunca ser como los demás. Él quería volar, visitar tierras inexploradas, viajar a otros lugares; pero no podía hacerlo porque sus plumas pesaban demasiado.
Cada vez que llovía el agua de la lluvia se congelaba entre sus plumas y le impedía moverse. Todas las noches se rascaba torpemente con el pico, tratando de deshacerse del hielo para no morirse de frío. Pasaba tanto tiempo entre esas cuatro paredes de piedra que por momentos creía olvidar el mundo libre del exterior. Un mañana de enero, mientras observaba el horizonte desde un ventanuco, se le presentó ante sus ojos una idea descabellada.
Estando con las dos patas apoyadas en la piedra saliente de aquel ventanuco, sintió un escalofrío que recorrió cada afilado cristal de su cuerpo. El viento le había hecho tambalearse, y cuando se quiso dar cuenta, la piedra que tenia bajo sus patas empezó a desprenderse. Extendió las alas para sujetarse de los laterales de la ventana, mientras veía como la piedra en la que había estado apoyado chocaba contra el suelo, haciéndose añicos. De entre los trozos desquebrajados y la gravilla surgió una araña de considerable tamaño. El bicho trató de mover alguna de sus ocho patas, y a medida que fue recobrando la sensibilidad, empezó a desplazarse hacia un lugar seguro. Pensó que aquella araña se había estado sintiendo como él. Cautiva entre la roca. Pero ahora que era libre podía disfrutar de todo un mundo desconocido, y la envidió por ello.
Fue entonces cuando descubrió lo que debía de hacer para conseguir salir de aquel infierno de soledad absoluta. Tendría que deshacerse de lo que más quería. Así conseguiría algo mucho más preciado: la posibilidad de volar y ser libre. Aunque parecía una locura lo tenía claro. Sabía que tenía que hacerlo. Caminó despacio hasta el borde de la ventana y se precipitó al vacío. Sus plumas de cristal se convirtieron en polvo centelleante a la vez que provocaron una melodía celestial. El pájaro se quedó en el suelo temblando, cubierto de miles de cristales. Agitó levemente un ala, y después la otra. Se fue incorporando poco a poco hasta que consiguió mantenerse en pie. Las plumas de cristal habían desaparecido, y en su lugar tenía pequeñas plumas de color pardo. Se sentía mucho más ligero. Agitó de nuevo las alas y empezó a correr hacia el río.
Justo antes de llegar a la orilla, pegó un impulso con las dos patas y voló. Lo había conseguido. Al fin era libre. Voló hasta que se perdió en el horizonte, sin dejar de pensar en los diferentes lugares que visitaría. Por primera vez en su vida el pájaro se sintió realmente feliz.
El doctor soltó un hondo suspiro al acabar de leer y estuvo varios minutos en silencio observando la última frase. Había leído aquel cuento por primera vez hacía ya diez años, y recordaba la historia de aquel pájaro con nostalgia. Su hermano Stephen podría haber sido un gran escritor.
Al dejar el libro sobre la mesa, notó que las llamas de las velas oscilaban de manera violenta. Sin embargo no soplaba el viento, ni siquiera una leve brisa. Las sombras empezaron a removerse por las paredes como una cortina de seda negra agitada por el viento.
Inesperadamente, una ráfaga abrió la ventana y las contraventanas interiores golpearon contra la pared repetidas veces. Asomó la cabeza por el hueco de la ventana y vio que ahí fuera no se veía nada, tan solo oscuridad.
De nuevo, otra corriente de aire entró por la ventana, pero esta fue mucho más fría y prolongada. Las doce llamas se extinguieron al instante dejando en su lugar un punto incandescente y brillantísimo. Cuando se apagaron, del pábilo ennegrecido de cada vela salió una voluta de humo blanco, y dibujaron en la oscuridad la silueta de los espíritus de la noche.
El picaporte de la puerta empezó a temblar. Henry retrocedió contra la pared entre asustado y extrañado, y cerró los ojos con fuerza. Al volver a abrirlos, vio que en la entrada no había nada. Solo la luna, que se asomaba por la abertura de su puerta. De pronto, la silueta de un hombre eclipsó al astro blanco. Entró en la casa y cerró la puerta de golpe.
−Stephen… −susurró el doctor asombrado.
El hermano de Henry estaba ahora frente a él. Tenía la piel tan blanca como la nieve y sus ojos parecían salirse de sus órbitas.
−Lo siento hermano–se disculpó el doctor−. Nunca debí haberlo hecho.
Stephen no dijo ni una sola palabra. Tan solo permanecía delante de su puerta, observándole. El corazón de Henry estaba dolido. Durante los últimos tres meses no había dejado de lamentarse.
−¡Ha sido el mayor error de mi vida! –exclamó Henry nervioso. Y tras una pausa, le confesó por que lo hizo−: Me tomé demasiado en serio tu historia del pájaro de las plumas de cristal. Pensé que si acababa con lo que más quería, conseguiría al fin terminar con esta monótona rutina. Estaba harto de hacer siempre lo mismo. Pero ahora me doy cuenta de que no solo estaba equivocado, sino que estaba loco. Sé que nunca podrás perdonarme, solo quiero que comprendas mi locura.
Stephen le había estado escudriñando con sus ojos mientras hablaba. Henry se arrodilló ante él y se lanzó a sus pies llorando de arrepentimiento.
−¡Yo no quise matarte hermano!
El doctor se quedó junto a sus pies durante varios minutos. Estaba temblando, y no dejaba de pedir perdón inútilmente. Cuando volvió a alzar la vista, vio que su hermano ya no estaba. En su lugar había una gran túnica negra como el azabache. Palpó con sus manos la tela negra tratando de encontrar algo en su interior.
Hacía mucho frío.
De entre los pliegues de aquella túnica surgió una calavera que se elevó casi hasta el techo. Henry pegó un grito incontrolado y se echó contra la pared. El ser cadavérico extendió uno de sus brazos y señaló al doctor con su afilado dedo. La túnica negra empezó a moverse violentamente y en un instante se desplazó hasta donde estaba Henry.
Su mano se acercaba cada vez más al doctor. Cada vez que Henry respiraba su aliento se condensaba en el aire. La calavera profirió un grito agudísimo y simultáneamente atravesó con su mano el pecho de Henry. Cuando la retiró, entre sus dedos tenía una especie de tela humeante que no dejaba de brillar. Henry siguió respirando, pero pronto se dio cuenta de que ya no tenía aliento.
Así fue como el doctor Henry Donovan perdió su alma.
Siempre se había quejado de que su vida era una rutina, pero ahora que no tenía alma seguiría vivo eternamente, sin poder experimentar el más mínimo sentimiento.
No podría morir, no podría sentir, pero estaba obligado a vivir.
Tan solo le quedó el recuerdo de aquellos dedos, que arrancaron su alma.
"Sueño. Esos pedacitos de muerte como los odio” Edgar Allan Poe
Las siluetas de dos individuos se recortabancontra el cielo rojo del crepúsculo. El que caminaba alrededor del viejo sauce, apoyado en su bastón de madera, era un alquimista de avanzada edad y solitario. El otro, un joven aprendiz de alquimia, canturreaba una canción subido a una roca de granito mientras observaba como se escondía el sol.
Cuando al fin llegó la noche y la oscuridad hubo cubierto todo el valle, el anciano hizo una seña al chico. Éste pegó un salto, aterrizó en la tierra con sutileza y corrió hacia el sauce. El alquimista se encorvó hasta que sus ojos se alienaron con los del muchacho. Entonces el joven pudo ver el aspecto cadavérico del anciano; ya de por si era pálido, pero a la luz de la luna se veía realmente asqueroso. Cualquiera habría huido despavorido, pero aquel joven sentía una admiración y un respeto desmesurados por su maestro.
― ¿Estás seguro de querer hacerlo?
El chico asintió.
― De acuerdo. Entonces ten esto ―el anciano le entregó una bolsita de cuero vacía. Tras un breve silencio añadió―: y recuerda: no debes tocar la piedra negra.
La prueba que el discípulo iba a llevar a cabo aquella noche, no tenía nada que ver con todo lo que había hecho hasta ahora. Se iban a poner a prueba su astucia, su inteligencia y sobretodo su pureza espiritual: tres caracteres que todo alquimista debía tener.
Partiría hacia el oeste esa noche. Caminaría más allá de las montañas donde se esconde el sol. Allí encontraría un camino, y cuando se bifurcase cogería el de la derecha. Llegaría a un descampado plagado de lápidas de mármol, y desde allí vería la catedral de Saint Raimi. Un hombre le pediría un espejo antes de entrar en la catedral. Una vez dentro subiría por la escalinata de caracol de la izquierda hasta llegar a una puerta. Entraría en una sala y en medio de ésta vería un altar con tres piedras: una dorada, una plateada y otra negra. Cogería las piedras dorada y plateada, para llevárselas al alquimista. La negra no debería tocarla. Si no surgía ningún problema volvería antes del amanecer.
Para el muchacho, el viaje comenzó con una incógnita: ¿para qué le había dado su maestro esa bolsita? Sería una estupidez abrirla cuando sabía de sobra que estaba vacía. Aun así el chico la abrió, y como había previsto, dentro no había nada.
A lo largo del trayecto pasó por varios pueblos deshabitados; pensó en visitarlos y entrar en alguna casa, pero recordó que no debía desviar su ruta.
Tenía como único acompañamiento el viento y el sonido monótono y constante de los grillos. Cuando el viento se ausentaba y los grillos callaban, el ruido de sus pisadas se hacía más audible y tenía la sensación de que alguien desde un remoto lugar le observaba impasible, vigilando cada paso que daba.
Es entonces cuando el joven empezaba a rezar porque volvieran la brisa y el canto de los grillos.
Pasaron unas horas hasta que llegó al camino. Dio treinta y nueve pasos, y en aquel momento vio como el camino se dividía en dos direcciones diferentes. Recordando las palabras de su maestro, tomó la vereda de la derecha y siguió su ruta.
Se detuvo frente a una enorme valla negra. Había llegado al cementerio. Los barrotes oxidados terminaban en puntas afiladas. Un cartel colgado de unas cadenas, golpeaba en la verja agitado por el viento; estaba escrito en letras mayúsculas muy estilizadas. Se leía:
Aquel mensaje más que una advertencia parecía una amenaza. El chico divisó la catedral justo detrás del cementerio. Trepó por un árbol hasta una rama y se dispuso a saltar por encima de la valla.
Pensó que si daba un paso el falso, caería al vacío y su cuerpo quedaría clavado en aquella hilera de lanzas. Siguió avanzando por la rama hasta que ésta cedió por el peso y el chico cayó bruscamente al suelo. Un chasquido. Sus ropas se habían clavado en los afilados barrotes y el joven quedó colgado de su camisa que le estaba empezando a ahogar. Se desprendió de esa prenda y finalmente su cuerpo golpeó una lápida, que se rompió en mil pedazos. El chico olvidó el dolor y salió corriendo por miedo a que el muerto asomara su huesuda mano a la superficie y le agarrara del tobillo para llevársele bajo tierra. Una espesa sábana de niebla que se desplazaba lentamente por el suelo en dirección contraria al viento, hizo que el chico tropezara con varias lápidas antes de salir de aquel terrible lugar. Corrió hasta las puertas de la catedral. Golpeó las puertas tres veces con los dos puños cerrados. Cuando miró atrás, observó como empezaba a revolverse la tierra alrededor de cada tumba.
―Los muertos se están levantando ―pensó.
Cerró los ojos, y al abrirlos vio la calma que reinaba en el cementerio: solo había sido una alucinación.
Cuando volvió la mirada hacia la puerta, vio a un hombre vestido de raso rojo y un sombrero negro de tres picos que le miraba con ojos impasibles. El joven pegó un grito, y pronto recordó lo que le dijo su maestro: al hombre de la catedral debía darle un espejo. Él no tenía ninguno; fue entonces cuando se le ocurrió la locura de sacar la bolsita vacía y ver si milagrosamente sacaba un espejito de ella. La volcó, y para su sorpresa un trozo de espejo cayó hasta su mano centelleando. Se lo dio al hombre y éste se retiró dejándole pasar.
Fue hacia la escalinata de caracol de la izquierda sin ni siquiera mirar a su alrededor. Subió los escalones de dos en dos hasta chocarse contra una puertecilla de madera. Intentó abrirla pero estaba cerrada. Pensó que si volcaba de nuevo la bolsita, de ella saldría una llave para abrir la puerta. Y así ocurrió. La llave salió mágicamente de la bolsa, abrió el candado y al fin entró en la sala.
Se acercó al altar y guardó las piedras dorada y plateada en un bolsillo del pantalón. Volvió hacia la puerta, y cuando iba a dejar la habitación, sintió como una mano invisible tiraba de su hombro y le daba la vuelta. Sus ojos se fijaron en la piedra negra que destacaba como un diamante entre un montón de estiércol. Desplazó su mano hasta que sus dedos cubrieron la piedra negra por completo. Se sintió poderoso y rió fuerte. La carcajada fue tan exagerada que tuvo que cerrar los ojos. Cuando volvió a abrirlos, se encontraba todavía frente a la puerta y la piedra negra seguía en su sitio. El chico resopló aliviado.
―Solo ha sido una alucinación, como la del cementerio ―pensó―. Solo eso y nada más.
Bajó la escalinata y vio que el hombre ya no estaba allí. No lo dio importancia.
Entró en un comedor donde había dos mesas enormes con platos llenos de pescado, carne, frutas exóticas y bebidas. Iban de un lado al otro del salón. Se sentó en un banco, pensó que no le vendría mal comer un poco.
No se dio cuenta de lo irresponsable que era comer en aquel lugar desconocido, pero el hambre es el hambre. Cogió una copa y la llenó de agua. Dirigió su boca hacia la copa, pero cuando el agua tocó sus labios, ésta se convirtió en arena. El joven se extrañó. Vació la copa de arena y la volvió a llenar de agua. Ocurrió lo mismo. Se empezó a preocupar. Con su mano fue a coger un jamón, pero al tocarlo también se convirtió en arena. Pescados, carnes, frutas, trozos de pan, agua, vino; todo lo que tocaba se convertía en arena.
El chico desesperado volcó las dos mesas y pronto se vio en un mar de arena. Salió a trompicones delcomedor y corrió hacia la puerta. Estaba cerrada. Miró a su alrededor: las ventanas habían desaparecido y en su lugar había retratos de gente de diferentes épocas. Le observaban desde los marcos de madera con una sonrisa cadavérica en sus labios descarnados. El muchacho empezó a chillar enloquecido y corrió en todas direcciones, chocándose contra las paredes de la entrada. Después de varios golpes en la cabeza cayó desmayado.
Pasó una semana y el chico aun seguía encerrado en aquella catedral sin poder comer nada. Sufría de insomnio, y su aspecto era horrible. Ya ni siquiera recordaba cual era su cometido ni quien era.
Entonces recordó la sala donde comenzó todo. La piedra negra.Y decidió subir.
Allí vio que todo estaba como hace siete días, la piedra negra en el altar parecía comunicarse con él.
―Tiene que ser mía.
Se abalanzó corriendo y volcó el altar, la piedra voló hasta su mano. Pero cuando cerraba los ojos y volvía a abrirlos, la piedra estaba otra vez en su sitio.
Lo intentó hasta seis veces, pero solo conseguía hacerse daño. La séptima vez que lo intentó, la aferró fuerte con su mano, y la lanzo contra la pared.
De pronto se oyeron susurros acompañados de una leve brisa helada. Una viejecilla rechoncha y bajita atravesó la pared y entró en la sala agitando los brazos y profiriendo aullidos que se oían lejanos. Luego apareció un hombre altísimo con una gabardina negra y un rostro lleno de magulladuras. La sala se fue llenando de seres horripilantes, espíritus malvados que agitaban sus manos como garras reclamando venganza.
― ¡Pobre chiquillo! El alquimista le ha engañado como a todos nosotros ―chilló la vieja burlándose con una risotada.
― ¡En guardia muchacho! ―exclamó uno de los espectros apuntándole con su espada.
―Aún me acuerdo de cómo me engañó a mi ―dijo un señor gordo―. Me prometió que si le traía las piedras dorada y plateada me daría riquezas. Solo que no tocara la negra. Pero sucumbí.¡Sucumbí!
―Nuestros cuerpos descansan en el cementerio, tu puedes descansar y acabar con tu sufrimiento ―sugirió otro de los seres señalando una ventana abierta que antes no estaba.
El chico ando despacio hasta la ventana y vio la altura a la que estaba. Se veían las rocas del acantilado y la arena de la playa. El mar estaba negro y en él se reflejaba la luna.
De repente todos aquellos seres repugnantes y malolientes se abalanzaron sobre él, le atravesaron y cayeron al vacío. Se desvanecieron nada más tocar el suelo.
Una fuerza empujó las piernas del muchacho y resbaló precipitándose por el acantilado. El cuerpo del joven chocó con fuerza contra el suelo. Su rostro tenía una mueca de horror y sus ojos estaban en blanco. Un hilillo de sangre recorría su boca.
En aquel instante una barca llega a la playa, y de ella baja un hombre. Es el alquimista que se lleva el cuerpo del chico al cementerio. Un hombre más que ha sucumbido a la tentación del misterio.
Director de mis cortometrajes. Conocedor y degustador del buen cine. Tarantiniano. Dibujante. Escultor de plastilina. Fan de Johnny Cash. Escritor de relatos cortos.