27 noviembre 2009

La fragilidad de las plumas de cristal

Estás a punto de conocer la curiosa historia de Henry Donovan, un reconocido doctor londinense que lleva toda la vida salvando vidas, y viendo el agonizante final de otras. Henry estaba a punto de retirarse del oficio, cansado por la monótona rutina de cada día. Pero en aquella gélida noche de invierno, nada volvería a ser igual para el viejo doctor…

22 de diciembre de 1938 por la noche. East End. Londres.

El doctor Henry Donovan acostumbraba a caminar por las calles de Whitechapel durante la medianoche. Sus pacientes siempre le habían aconsejado no merodear por aquellos lugares a altas horas de la noche, pero nunca les escuchó. No necesitaba que nadie le advirtiese de los peligros. Era demasiado viejo, o demasiado insensato. Además, de sobra sabía que los índices de criminalidad en Londres eran los más elevados de toda Europa; precisamente por eso estaba allí, esperando que algo ocurriera. El día de hoy siempre le había parecido una copia del anterior, e intentaba con toda su alma acabar con esa terrible rutina.

Después de estar una hora caminando sin que sucediera nada fuera de lo común, sintió que el frío había dejado sus articulaciones entumecidas y sus músculos helados, así que asumió su fracaso y decidió regresar a casa.

Mientras abría la puerta principal, vio en un pequeño charco el reflejo distorsionado de su rostro. Fue entonces cuando recordó aquel fatídico día, y el tremendo error que había cometido.

¿Por qué? Se preguntaba ¿por qué lo hice?

Durante semanas no había dejado de pensar en ello, se estaba volviendo loco. Hacía ya tres meses desde la última vez que la vio, pero lo que él jamás hubiera imaginado es que estaba a punto de llamar a su puerta. Giró la gran llave de hierro dos veces hacia la derecha, y en el mismo instante en el que traspasó el umbral dejó de pensar en ella.

Avanzó a tientas por aquella lúgubre estancia y se detuvo frente a una gran vidriera. La vaporosa luz de la luna se filtraba por los huecos de la persiana y se condensaba sobre la superficie cristalizada, iluminándola levemente. El doctor se acercó a un estante de madera que sostenía tres candelabros de plata y sacó un mechero del bolsillo de su chaleco.

Al encenderlo la llama había iluminado tres cabezas reducidas que estaban tras el cristal. Prendió la mecha de las cuatro velas que sostenía cada uno de los tres candelabros y dejó allí uno para alumbrar la parte izquierda de la habitación. Puso otro en el centro sobre una pequeña mesa. Y el tercero lo colocó en un hueco de la pared sobre una piedra que sobresalía a modo de estante.

Ahora la estancia parecía más acogedora. Los distintos focos de luz se mezclaban en uno solo que iluminaba la habitación de manera uniforme. Henry empezó a examinar detenidamente una estantería llena de libros, múltiples utensilios de medicina y algún que otro adorno inservible. Sus ojos se pararon a observar los elaborados dibujos que ornamentaban un jarrón chino colocado en el anaquel superior. Desconocía cuando había adquirido aquella vieja reliquia, pero le agradaba el aire exótico y particular que daba a la habitación.

Por primera vez se fijó en los dibujos de la vasija y descubrió que había una historieta grabada en ella. El primer grabado tenía pintado un extenso campo de rosales rojos, blancos y amarillos sobre una gran colina. En la segunda imagen aparecía sobre la misma rosaleda, una enorme sombra que oscureció todo el terreno, y surcando el cielo una criatura estrafalaria parecida a un dragón, con cuernos de ciervo, garras de halcón, cabeza de caballo, cuello de serpiente y bigotes largos como los gatos.

El tallo enmarañado y espinoso de un endrino negro rodeaba las dos imágenes, esbozando la entrelazada forma de un marco naturalista. Una tercera imagen estaba unida a las otras por un entramado de ramas, pero el doctor no alcanzaba a verlo. Se puso de puntillas e intentó alcanzar el jarrón con el propósito de descubrir qué ocultaba la última escena.

Rodeó el jarrón con sus manos y lo colocó entre sus brazos. Lo giró hasta encontrar la imagen que le faltaba por ver. En el tercer grabado la criatura había desaparecido, y detrás de ella había dejado un velo de destrucción que cambió el color de los pétalos al negro de las tinieblas. Y ahí acababa la breve historia.

El doctor se quedó indiferente. Al devolver el jarrón al estante de arriba, Henry se tambaleó y empujó la hilera de libros que tenía a su derecha. Al final del estante se escuchó el ruido seco que produce un libro al chocar contra el suelo. Caminó hasta donde acababa la estantería y se quedó asombrado al ver que el libro había quedado abierto, como si alguien lo hubiera colocado así a conciencia.

Henry se agachó y agarró el libro con las dos manos. Estaba abierto por la página ciento veintiocho, e impreso sobre el papel amarillento con letra estilizada y a tinta negra estaba escrito un breve relato perteneciente al libro de cuentos de su hermano Stephen. Henry comenzó a leer:

Hubo una vez un pequeño pájaro que vivía cerca de la ribera en lo alto de un campanario. Aquel pájaro no era igual que los demás. No solo era diferente, sino que era único. Había nacido con una peculiar característica que le hacía ser el más admirado de todos: tenía las plumas hechas de cristal.

Cada mañana los demás pájaros de ordinario plumaje se asomaban por el tragaluz de la torre para contemplar sus brillantes plumas durante más de la mitad del día. El centelleo blanquecino de éstas parecía embobar a los curiosos observadores. No paraba de recibir elogios y siempre le habían preguntado como había conseguido semejante plumaje, pero éste nunca supo que contestar. El pájaro de las plumas de cristal no comprendía el porqué de su naturaleza, simplemente había nacido así.

Pese a que era el pájaro más bello del mundo, no era realmente feliz.

Al comienzo de cada invierno todos los pájaros de la comarca emigraban hacia el sur. En ese momento el pájaro de las plumas de cristal se quedaba solo, y era entonces cuando deseaba más que nunca ser como los demás. Él quería volar, visitar tierras inexploradas, viajar a otros lugares; pero no podía hacerlo porque sus plumas pesaban demasiado.

Cada vez que llovía el agua de la lluvia se congelaba entre sus plumas y le impedía moverse. Todas las noches se rascaba torpemente con el pico, tratando de deshacerse del hielo para no morirse de frío. Pasaba tanto tiempo entre esas cuatro paredes de piedra que por momentos creía olvidar el mundo libre del exterior. Un mañana de enero, mientras observaba el horizonte desde un ventanuco, se le presentó ante sus ojos una idea descabellada.

Estando con las dos patas apoyadas en la piedra saliente de aquel ventanuco, sintió un escalofrío que recorrió cada afilado cristal de su cuerpo. El viento le había hecho tambalearse, y cuando se quiso dar cuenta, la piedra que tenia bajo sus patas empezó a desprenderse. Extendió las alas para sujetarse de los laterales de la ventana, mientras veía como la piedra en la que había estado apoyado chocaba contra el suelo, haciéndose añicos. De entre los trozos desquebrajados y la gravilla surgió una araña de considerable tamaño. El bicho trató de mover alguna de sus ocho patas, y a medida que fue recobrando la sensibilidad, empezó a desplazarse hacia un lugar seguro. Pensó que aquella araña se había estado sintiendo como él. Cautiva entre la roca. Pero ahora que era libre podía disfrutar de todo un mundo desconocido, y la envidió por ello.

Fue entonces cuando descubrió lo que debía de hacer para conseguir salir de aquel infierno de soledad absoluta. Tendría que deshacerse de lo que más quería. Así conseguiría algo mucho más preciado: la posibilidad de volar y ser libre. Aunque parecía una locura lo tenía claro. Sabía que tenía que hacerlo. Caminó despacio hasta el borde de la ventana y se precipitó al vacío. Sus plumas de cristal se convirtieron en polvo centelleante a la vez que provocaron una melodía celestial. El pájaro se quedó en el suelo temblando, cubierto de miles de cristales. Agitó levemente un ala, y después la otra. Se fue incorporando poco a poco hasta que consiguió mantenerse en pie. Las plumas de cristal habían desaparecido, y en su lugar tenía pequeñas plumas de color pardo. Se sentía mucho más ligero. Agitó de nuevo las alas y empezó a correr hacia el río.

Justo antes de llegar a la orilla, pegó un impulso con las dos patas y voló. Lo había conseguido. Al fin era libre. Voló hasta que se perdió en el horizonte, sin dejar de pensar en los diferentes lugares que visitaría. Por primera vez en su vida el pájaro se sintió realmente feliz.

El doctor soltó un hondo suspiro al acabar de leer y estuvo varios minutos en silencio observando la última frase. Había leído aquel cuento por primera vez hacía ya diez años, y recordaba la historia de aquel pájaro con nostalgia. Su hermano Stephen podría haber sido un gran escritor.

Al dejar el libro sobre la mesa, notó que las llamas de las velas oscilaban de manera violenta. Sin embargo no soplaba el viento, ni siquiera una leve brisa. Las sombras empezaron a removerse por las paredes como una cortina de seda negra agitada por el viento.

Inesperadamente, una ráfaga abrió la ventana y las contraventanas interiores golpearon contra la pared repetidas veces. Asomó la cabeza por el hueco de la ventana y vio que ahí fuera no se veía nada, tan solo oscuridad.

De nuevo, otra corriente de aire entró por la ventana, pero esta fue mucho más fría y prolongada. Las doce llamas se extinguieron al instante dejando en su lugar un punto incandescente y brillantísimo. Cuando se apagaron, del pábilo ennegrecido de cada vela salió una voluta de humo blanco, y dibujaron en la oscuridad la silueta de los espíritus de la noche.

El picaporte de la puerta empezó a temblar. Henry retrocedió contra la pared entre asustado y extrañado, y cerró los ojos con fuerza. Al volver a abrirlos, vio que en la entrada no había nada. Solo la luna, que se asomaba por la abertura de su puerta. De pronto, la silueta de un hombre eclipsó al astro blanco. Entró en la casa y cerró la puerta de golpe.

Stephen… −susurró el doctor asombrado.

El hermano de Henry estaba ahora frente a él. Tenía la piel tan blanca como la nieve y sus ojos parecían salirse de sus órbitas.

Lo siento hermano –se disculpó el doctor−. Nunca debí haberlo hecho.

Stephen no dijo ni una sola palabra. Tan solo permanecía delante de su puerta, observándole. El corazón de Henry estaba dolido. Durante los últimos tres meses no había dejado de lamentarse.

¡Ha sido el mayor error de mi vida! –exclamó Henry nervioso. Y tras una pausa, le confesó por que lo hizo−: Me tomé demasiado en serio tu historia del pájaro de las plumas de cristal. Pensé que si acababa con lo que más quería, conseguiría al fin terminar con esta monótona rutina. Estaba harto de hacer siempre lo mismo. Pero ahora me doy cuenta de que no solo estaba equivocado, sino que estaba loco. Sé que nunca podrás perdonarme, solo quiero que comprendas mi locura.

Stephen le había estado escudriñando con sus ojos mientras hablaba. Henry se arrodilló ante él y se lanzó a sus pies llorando de arrepentimiento.

¡Yo no quise matarte hermano!

El doctor se quedó junto a sus pies durante varios minutos. Estaba temblando, y no dejaba de pedir perdón inútilmente. Cuando volvió a alzar la vista, vio que su hermano ya no estaba. En su lugar había una gran túnica negra como el azabache. Palpó con sus manos la tela negra tratando de encontrar algo en su interior.

Hacía mucho frío.

De entre los pliegues de aquella túnica surgió una calavera que se elevó casi hasta el techo. Henry pegó un grito incontrolado y se echó contra la pared. El ser cadavérico extendió uno de sus brazos y señaló al doctor con su afilado dedo. La túnica negra empezó a moverse violentamente y en un instante se desplazó hasta donde estaba Henry.

Su mano se acercaba cada vez más al doctor. Cada vez que Henry respiraba su aliento se condensaba en el aire. La calavera profirió un grito agudísimo y simultáneamente atravesó con su mano el pecho de Henry. Cuando la retiró, entre sus dedos tenía una especie de tela humeante que no dejaba de brillar. Henry siguió respirando, pero pronto se dio cuenta de que ya no tenía aliento.

Así fue como el doctor Henry Donovan perdió su alma.

Siempre se había quejado de que su vida era una rutina, pero ahora que no tenía alma seguiría vivo eternamente, sin poder experimentar el más mínimo sentimiento.

No podría morir, no podría sentir, pero estaba obligado a vivir.

Tan solo le quedó el recuerdo de aquellos dedos, que arrancaron su alma.

Unos dedos afilados, como plumas de cristal.

Alex.

1 comentario:

Dude dijo...

mmm Lo has escrito tú?
Te a ayudado alguien ha correjir cosillas no? Da igaul, tanto si, si como si no, enhorabuena.

Conoces Whitechapel??? Es una de las zonas que mas me gusta de Londres. Y donde los conciertos en directo de los pubs son mas genuinos, bueno esto ultimo quizas no lo conozcas por ser demasiado joven, pero apuntatelo para cuando puedas.

Cuidado con el 10 bells...